La mujer cerilla


De desesperación se le caía el pelo. El lavabo del baño, viejo y amarillento, no mentía: aquellos espaguetis al nero di seppia eran suyos. Salió del aseo con una mano en la cabeza y sin despegar la mirada del suelo anunció a su colaboradora que iba a un recado, llegaría para el comienzo de la clase de escritura.

Este señor, un editor de los de pelo largo y barba raída, gafas de patillas abiertas, zapatos arrugados, chaleco deslucido y pantalón roto, no muchos años atrás vivía en un paraje de nombre Isola. Lindaba la edad de los sesenta años, era de complexión nervuda, carne ajada, y huraños ojos. De la casa editorial le quedaban una Fact totum dulce y paciente, una becaria irascible y caprichosa, un flexo impresentable -“genu-flexo”, de tan exagerada reverencia- y una aspiradora que devorada todo su saber: una plétora de pelos. Es bien sabido que la vida de todo buen editor ha de ser bohemia, y la de éste, sin jactarse lo era y mucho. Aparte de estos enseres y colaboradores, este editor también contaba con trece alumnos.

Miró el reloj, ya pasaban diez minutos de la cita y ella no había aparecido. Ella, Caterina Ravel, el revulsivo de su maltrecho grupo de pupilos.

--Mentula, ¿dónde estas?-- Dijo el editor mientras ponía los ojos en blanco. Se alisó otra vez los pelos. ¡No podía entrar sin ella! Volvió a posar su mirada en los alumnos. Gordos, inflados, cada vez más.

--¡Anda y a ver si explotáis ya de una vez, egocéntricos, aduladores, pirotécnicos de la palabra que nada dice! La lectura de vuestros escritos provoca obesidad intelectual!-- Decía una y otra vez a la vitrina que le separaba de sus alumnos.

Le llamaban el Teresi, seguramente no por devoción a Santa Teresa de Jesùs, con la que, sin embargo, compartía inquietud por la frase “Béseme el Señor con el beso de su boca, porque más valen tus pechos que el vino... (Cant. 1, 1)”, sino por sus padres que así lo decidieron. Le pusieron Teresio, búho, la representación de la sabiduría. Y ¡en parte lo lograron! porque tenía el Teresi talante de lechuza, y como estrigiforme que era girabale la cabeza doscientos setenta grados cuando veía sucesos como los que estaban ocurriendo en aquellos años: Presidentes de fútbol convertirse en Presidentes del Gobierno, cómicos en escritores, líderes comunistas compartir misal con epígonos del Opus Dei, guerras preventivas recibiendo el nombre de Libertad Duradera. Fue así, entre eventos tan disparatados, que el Teresi decidió crear una escuela de escritura, una “bodega”, como le gustaba llamarla, de mentes afiladas, inquietas, valientes, capaces de desmoronar aquella sinrazón que capitaneaba el mundo. Y, ¿qué obtuvo?, ¡una panda de pavos reales!

--¡Míralos, lo único que quieren hacer caer son las vestiduras de los alumnos de sexo opuesto! Grupos y grupos de alumnos y todos vienen por lo mismo, para follar-- El Teresi exhaló sonoramente, en su mano observo un puñado de pelos. Se iba a quedar calvo a este paso. Volvió a mirar a sus alumnos a través del escaparate de la editorial. Más que gordos, los pupilos estaban redondos, podrían dormir de pie, como los pájaros. El Teresi mascaba tabaco y lo escupía en rumiadas bolas. Esta vez tenía que funcionar, Caterina Ravel es infalible. Giró la muñeca en un tic nervioso. Se alisó la barba, el cuarto de hora diplomático estaba llegando a su fin.

Pensaba en cómo los había instruido. Primero la técnica: “cada alumno debe estudiar un error común del escritor aficionado hasta ser un maestro de tal yerro. De la sana confrontación de los educandos surgirá un grupo capaz de erradicar cualquiera de estos deslices a la más mínima tentación de incurrir en ellos…”, rezaba el programa didáctico. Sin embargo, para la exasperación del Teresi, el resultado había sido que los alumnos vivían en el error y nunca pudo pasar a la siguiente y vital etapa.

“Calabrote, cirrípedo, masterizador”, Giulia Nemo, víctima de la hoja en blanco observaba en oblicuo lo que escribía Pardo Malatesta, el meticuloso buscador de palabras. Éste al notar su curiosidad se la mató de golpe:

--¡Mira que eres calabrote y cirrípeda!-- El alumno se auto aplaudió con una carcajada --¿no crees que suenan a insulto?--Dejó caer el silencio, después continuó--Me encantaría bajar la ventanilla del coche, pero no con un botón sino como antes, despacio y con esfuerzo, con la manivela, y remarcar: ¡Mas-te-ri-za-dor!

La victima se ruborizó y no se percató de Esperanza Fernández que se preparaba a bombardearla:

--“La maga Atrapa-patrañas amaba atar palabras:

-¡Abracadabra,
mar más araña da maraña!-Cantaba

-¡Mar más cabra da macabra!-Alababa

-¡Mar más rana da…

¡¡¡marrana!!!, ¡¡¡marrana!!!

Bramaba la maga a carcajadas”

Sus compañeros se quedaron sin palabras ante esta mini historia con la vocal “a”, pero miraron con desprecio a la mexicana.

--Pinches güeyes no me entienden-- pensó Esperanza Fernández.

Mientras tanto, al otro lado del escaparate de la editorial el Teresi se sacudía la caspa porque adivinaba aquella guerra encubierta entre los alumnos. La “bodega” le recordaba al Purgatorio de Dante Alighieri. Por eso había llamado a Caterina Ravel.

--Mentula, ahora tenía que funcionar, o...

Fue entonces que la vislumbró. Caterina Ravel caminaba como subida en zancos, dándose impulso con los muslos pero plantando la punta del pie con sigilo, como un ladrón. De lejos como de cerca, ella era siempre un punto, el punto de la “i”. Delicada, frágil, enfermiza, con la cabeza grande y el cuerpo consumido. Como un tulipán, como una cerilla.

Sí, Caterina Ravel era una ladrona, ¡al Teresi le había robado el corazón (el mundo literario es un mundo de pasiones, amén)! Pero sobretodo era una usurpadora de ideas.

--Un clásico es un clásico porque ha atrapado algo de eterno. ¿Ese algo, un mito que pertenece al imaginario popular, que funciona y funcionará siempre, estáis seguros de no lo queréis? Tenéis tantos tesoros a vuestro alcance, ¿a qué esperáis? — Eso habría dicho Caterina.

El Teresi, con las manos entrelazadas sobre su barriga, movía los dedos alegremente pensando en la lectio magistralis que estaban a punto de recibir sus alumnos. Su embelesamiento se interrumpió con un brinco a la llegada de Caterina Ravel. Tras un saludo breve, y previo enésimo alisamiento de sus pelos, el Teresi abrió la puerta de la clase de escritura con calma, como quien abre al gato. Presentó a Caterina Ravel con un ladeo de su cabeza (¿se le había comido la lengua el gato?).

La mujer cerilla, esa breve rectilínea de frondosa coronilla, avanzó hasta la mesa y casi desapareció tras de ella. De su bolsa de tela sacó un pequeño tiesto con una gerbera, una Biblia, una Divina Comedia y un legajo que contenía el Gilgamesh, la historia escrita más vieja del mundo, como anunció a los ojopláticos alumnos. Salió de la mesa y encaró a los pupilos.

--Sí Teresi, tienes razón, veo jóvenes emocionados. Pero no veo pasión

El Teresi asintió ocultando el rubor de pensar en la pasión que le estaba creciendo dentro. Sin embargo, la última palabra de la mujer cerilla había recaído sobre Pardo Malatesta, el cual recambió la mirada como diciendo:

--Pues guapa, cuando quieras te enseño mi pasión.

La mujer cerilla hizo caso omiso.

--¿Sabéis cuál es la diferencia entre emoción y pasión?—

Giulia Nemo, la victima de la hoja en blanco, puso los ojos de ese mismo color. Caterina apretó la mandíbula, negó con la cabeza ligeramente como tragando bilis y continuó.

--La emoción se consume con rapidez, mientras que la pasión necesita tiempo, se tiene que cultivar. El pensamiento sale del dolor.

Esperanza Fernández contemplaba sus uñas como si jamás las hubiera visto antes.

Caterina Ravel se dio la vuelta para tomar aire y siguió.

--¿Sabíais que Homero, autor de la Odisea y la Iliada tal vez no existió jamás? Sabemos de su existencia a través de otros personajes que se refieren a él. Pero podría ser un mito, un contenedor de historias. La Iliada son 15000 versos y la Odisea 12000, y Homero era ciego. De hecho la gente creía que su memoria era más potente por éste su defecto. Dolor, tenacidad, querer transmitir, tener un mensaje, ser palabra. Eso es ser escritor.

Pardo Malatesta tenía la cabeza completamente encogida entre los hombros. Se había convertido claramente en un pájaro somnoliento, con las plumas hinchadas y cara de pocos amigos. A sus ojos, la mujer cerilla estaba pasando a mujer brasa, y su pasión, a la imperiosa emoción de salir corriendo.

--Sois escritores, así que tendréis un proyecto narrativo en la cabeza, una declaración de guerra. Querría verlo la semana que viene.

Echó una mirada de fuego a Giulia Nemo que jugaba con su móvil.

--¿Qué espero de ellos? Cada uno de vuestros escritos debería contener un secreto. Tienen que ser culpables de ese misterio, de esa denuncia que sólo vosotros podéis contar.

Esperanza Fernández cambió sus uñas por una cara de póker. Caterina Ravel se mordió visiblemente los labios.

--¿Son una bomba vuestras líneas?

No hubo respuesta. La mujer cerilla empezaba a inflamarse

--Recordad, no buscáis el éxito, sino la gloria.

Con esta frase lapidaria sólo obtuvo el silencio.

--Deberíais estar dispuestos a morir por cada uno de vuestros pergaminos. Imaginad que fueran prohibidos…vosotros deberíais aspirar a ser los hombres libro de Fahrenheit 451.

Los alumnos se miraban unos a otros como en presencia de una demente. De repente, la voz de Caterina Ravel se había levantado sobre la humilde cátedra de la editorial y parecía suspendida en el éter. Un silencio que absorbe empezó a silbar por la habitación.

--¿Estáis preparados a morir por ellos?

Aunque incuantificable, hubo más silencio.

--…-- Todavía más.

Y como persistía, la mujer cerilla se frotó la falda y una mecha serpenteó en la sala:

--BUM

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Bueno Elena, ¿cuándo piensas continuar con esta historia?.

Me ha gustado mucho, espero la continuación...

besos,
Tota
Unknown ha dicho que…
por cierto, soy Toya, pero hoy me engañan las consonantes ;)
En Voz Alta y Pelo Largo ha dicho que…
Este finde sin falta. Me alegra que te guste, hasta ahora sólo había recibido un "no se entiende nada"...bueno la retoqué para que se entendiera, pero no sé

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