Tocino de cielo




Demasiado tocino. Raudo, inapelable, obsesivo; Éste fue el primer pensamiento que le pasó por la mente a Ignatius J. Reilly: demasiado tocino. Y no sería para nada insólito si no viniese de uno que no ha follado en los últimos 32 años (es decir, nunca) al percatarse que la mano de una joven recaía sobre su orondo muslo.

Cuaderno del Gran Jefe y gorra de cazador en mano, adoptó una postura tiesa y estática mientras que aquella chica se agarraba al interior de su muslo, lo acariciaba distraída o le daba pequeños golpecitos con sus dedos. Esto delante a la inmensa multitud que aquella mañana de diciembre encontraba refugio en el café ardiente de PJ’s.

Tal vez sentía temor. Decía Oscar Wilde que cualquier cosa se convierte en un placer cuando se hace demasiado a menudo, y aunque el escritor inglés se refería a oscuras actividades tales como el estupro, el asesinato con saña, la pederastia, el sexo en Ignatius J. Reilly no podía dejar de ser algo igualmente bestial, por ávido y retorcido. No, el sexo no respondía a sus criterios de geometría decorosa y teología. Por ello no podía caer en semejante acto.

Bajó la mirada, ¡cuánto le gustaría poder escribir en su cuaderno del Gran Jefe en ese momento! En una ocasión había oído referirse a ellas como las nubecillas de las uñas, más a Ignatius J. Reilly sólo le venía decir, aparta esos torreznos de mi pierna, que a saber que ocultas bajo ellos. Son como las alfombras, donde la gente barre sus vergüenzas, pinceles que maceran grasa, barro, y otros líquidos de dudosa procedencia. A saber, las uñas hasta delatan crímenes, ¿qué indicios de actos más rutinarios se pueden perder las uñas? Por no hablar de las uñas pintadas. Si cree que su mujer le es infiel, mire debajo de sus lacados nubarrones y encontrará una perfecta cronología de la jornada. Pero existe una ralea peor de uñas, y éstas son las kilométricas, aquellos apéndices que te permiten escribir en el ordenador con zancos táctiles. No sólo suelen ser curvadas como garras, sino también cónicas, lo que las convierte en cucharas cuando las mujeres extienden las palmas de sus manos. Y una vez más, ¡qué caldo te ofrecen beber!

Con esa reflexión como voz en off, Ignatius J. Reilly proyectaba la mano de aquella joven escurriéndose por su sexo, cubrir y descubrir su prepucio, corretear por los pliegues de su miembro, beato vaivén, mientras sus uñas tomaban un brillo de clara de huevo. Ignatius J. Reilly estiró afanosamente su lengua y recogió las migas que espolvoreaban su espeso y arcano bigote negro.

Ignatius J. Reilly no era un acolito casual de la castidad (dicen que el matrimonio es una castidad programada tras el cuarto año del desposorio, sumando a otros muchos motivos que llevan a la misma), sino que veía en ella una salvaguardia para su alma, como la que le otorgaba el no comer comida enlatada (una autentica perversión a su menester) o no salir de Nueva Orleáns (más allá de sus límites habita el corazón de las tinieblas y nace la tierra de los residuos, decía continuamente). Por esto, por la tentación que aquella mano le estaba acarreando, se levantaría y desde arriba exhortaría a aquella mujer que se mirase a sí misma.

Borra de tu cara esa cándida sonrisa. No eres diferente a los niños cantores de la televisión, que se contornean como adultos, agitando la pelvis ellos, meneando unos imaginarios pechos ellas. Después encaran la cámara con sus mullidas bocas entreabiertas y sonríen lascivos, invitando a descubrir lo que esconden en su manceba piel. Así caen en sus redes promotores y apoderados, el fin justifica los medios, es business. No señorita, usted carece de gusto y decencia, usted es una negación de toda calidad humana…

Un pinchazo con forma de media luna cortó ese efluvio de pensamientos y el pene de Ignatius J. Reilly dio un respingo que hizo tambalear el bajo abdomen de sus pantalones de tweed. Se abandonó a aquella erección y se embriagó de imágenes que corrían como glóbulos en una arteria: Rex, su collie se aproxima curioso, siente su aliento, su guirnalda de pelo lo cosquillea, después los niños cantores, con sus anchos dientes separados, sonríen, ¡qué bocas tan grandes!, una niña se descubre un hombro mientras baila… Ignatius J. Reilly está desnucado, vencido por el placer que emana y calienta su entrepierna, está solo inmerso en la multitud de PJ’s.

--Ahhhhhhhh--La doncella de las uñas saltó de su sitio llorando nerviosa, con las manos entorno a la boca como se hubiese visto un crimen.

Y allí yacía Ignatius J. Reilly, la mandíbula desencajada, la barbilla húmeda y los ojos semicerrados. Las niñas de sus ojos tardaron en bajar del cielo de placer.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
go coco go!! yak
En Voz Alta y Pelo Largo ha dicho que…
Nájar me envió un mail diciendo: Me ha costado entender el final, no sabía si Tocino por fin, tras 32años se había atrevido a contratar una profesional...y al final con la emoción y sus fantasías, se muere...o bien, está esperando en la cola de la cafetería, y una chica, sin querer le roza en su "zona" y él empieza a invertarse todo...hasta que la chica se da cuena de lo repugnante que es su vecino de cola de espera

Me ha gustado...sigue así

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