Déjame hablarte como la niebla

Me dejaste sola. Sola. Como te pedí. Y te fuiste, a tu tierra verde y húmeda, donde te esperaba tu vieja bici y una lavadora fiel. Sin embargo, he de confesarte algo. Cuando la noche ya está agotada y empiezan a apagarse esas estrellas que tanto te gustaba admirar a cielo abierto en Namibia, desciendo hasta ti. Cada noche.

Tu tierra es mi cómplice. No hay madrugada que sus campos no sean acariciados por una dulce bruma, que como una novia despabila a su amado, con finos dedos y un leve soplido. Albas de niebla, niebla. Niebla.

Yo hago esto. Por la noche, como un gato, salto de mi cama. Llego a la puerta del dormitorio y, como todo gato, hago que la parte trasera de mi cuerpo se peine contra la jamba. Un golpecito final del rabo y abro el pasadizo. Y entro en tu cocina. Así de fácil, ¡todavía hay alguna estrella en el cielo!

¿Sabes lo que hago entonces? Me estiro formando un arco muy asimétrico, las patas delanteras bien lejos y los deditos separados. ¡El rabo cree tocar el techo! De repente, mi nariz reconoce tu cena. Menestra accidental. Siempre te ha puesto de buen humor ver cómo saltan en el agua verduras y cualquier inesperada compañía. No subo a la encimera, driblo y camino en pequeños saltitos por la sala de estar. Sobre pies mullidos, un caminar de ladrón. Sé cómo esperar el alba.

Eso es. Por las noches soy un gato gris e intrépido que camina como la niebla. Y mis días caminan como mis noches, grises e intrépidos y llenos de niebla.

¡Pero lo que me gusta más es subirme al sofá! Salto sobre él y en seguida me pongo panza arriba, me giro a la derecha, a la izquierda, araño el aire y sigo restregando mi lomo sobre la manta que te ha envuelto esa noche. Se me ocurre sumergirme en ella, ser un pliegue más de ella y soñar que subirás y te sentaras a mi lado, sin darte cuenta. Y así, dentro de tu manta, bajo su calor, te siento más cerca de lo que me haya sentido de ti antes de retirarme del mundo. Porque por fin estamos juntos, bajo la misma manta. Serenos, mirando al frente. El mismo frente.

No puedo salir de esa manta como gato, pues he de secarme las lágrimas que no dejaré caer. Mis manos están llenas de lágrimas. Las froto una contra la otra como los gimnastas y la humedad desaparece. Tal vez porque me disuelvo en ella, en un alba de niebla, niebla. Niebla.

Ahora ya puedo descender hasta tu habitación, hasta ti, vertiéndome lentamente como un arroyo. Y quisiera soñar que en mi vientre de arroyo corren flores. Pero sólo oigo un frío golpear de cantos. ¿Sabes?, los almendros ya no están en flor.

Continúo bajando las escaleras que me llevan a tu habitación, lentamente, con temor, con alegría, como arrastrando la cola de un vestido de boda o como quien lleva una candela en la noche. Ya en el pie de la escalera observo cómo la luz cálida de las farolas se cuela por el tragaluz para posarse sobre tu rostro. Por fin puedo contar de nuevo tus lunares, acariciar tus enormes ojos con mi trenza de niebla y cantarte con voz de bruma "reposaos ojos ladrones, qué no podréis hacer abiertos si cerrados robáis mi corazón"[i]

Lo siento. No puedo evitarlo, mis lágrimas escapan como palomas y yo con ellas. Si te despierta un aletear de pájaros, piensa que la niebla ya se ha levantado y el sol brilla en el cielo.



[i] Del aria Oblivion soave de L'incoronazione di Poppea, Monteverdi, letra G.F Busenello"

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