D e desesperación se le caía el pelo. El lavabo del baño, viejo y amarillento, no mentía: aquellos espaguetis al nero di seppia eran suyos. Salió del aseo con una mano en la cabeza y sin despegar la mirada del suelo anunció a su colaboradora que iba a un recado, llegaría para el comienzo de la clase de escritura. Este señor, un editor de los de pelo largo y barba raída, gafas de patillas abiertas, zapatos arrugados, chaleco deslucido y pantalón roto, no muchos años atrás vivía en un paraje de nombre Isola. Lindaba la edad de los sesenta años, era de complexión nervuda, carne ajada, y huraños ojos. De la casa editorial le quedaban una Fact totum dulce y paciente, una becaria irascible y caprichosa, un flexo impresentable -“genu-flexo”, de tan exagerada reverencia- y una aspiradora que devorada todo su saber: una plétora de pelos. Es bien sabido que la vida de todo buen editor ha de ser bohemia, y la de éste, sin jactarse lo era y mucho. Aparte de estos enseres y colaboradores, este
E l puente de diciembre decidí hacer un viaje en mi imaginación de la mano del director de teatro David Zinder. David, maestro de interpretación en la técnica que él ha llamado ImageWork y en Michael Chekhov, nos recibe a antiguos y nuevos alumnos con la paradoja del actor: repetir continuamente una escena siempre como si se hiciera por primera vez. Este es el reto. Nos explica que la técnica de Michael Chekhov es una caja de herramientas que nos ayudará a entender que el cuerpo del actor y la imaginación están estrechamente vinculados. El actor va tomando estas herramientas, las prueba y descarta aquellas que no le sirven para determinado trabajo. Ese es el entrenamiento, probar muchas herramientas, aunque no funcionen, es parte del proceso. Las que funcionen irán creando capas, capas que tras varios ensayos se irán olvidando. De hecho es ese olvido, ese hacer suyas las imágenes, lo que busca el actor con el entrenamiento. Michael Chekhov busca dar al actor la libertad de
U na nueva cita del club de lectura, la de marzo, nos reservaba una clase magistral, teórica y práctica, de la literatura y estilo del genial Truman Capote. Y es que el libro Música para camaleones publicado por Anagrama lo es ya de por sí. La parte teórica corresponde al prefacio, donde Truman se desnuda y habla abiertamente de lo que es la literatura para él: un noble pero implacable amo. Dios concede un don pero con él viene también un látigo, cuyo uso es exclusivamente la autoflagelación, confiesa el escritor. De hecho él dice sentirse como un tahúr, un jugador de cartas que no sabe si vencerá la partida. Capote sabe tener el dominio de la técnica, él que ha ensayado todos los días durante 14 años de su infancia como lo haría un estudiante de violín, pero, ¿dónde reside el genio? Le atormentaba la idea de que la diferencia entre escribir bien y el verdadero arte es sutil pero brutal. Y fue en aquel divagar que descubrió su estilo: la novela periodística debería tener la
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